La arriesgada confortabilidad | Cultura

La tarde-noche fue festiva y divertida; no en vano se cortaron siete orejas. No es que lo sucedido en el ruedo respondiera a tal dispendio, pero así lo dispuso la presidencia al reclamo de un público tan soberano como generoso.

Se lidió una corrida de Antonio Bañuelos, que desprendía nobleza y docilidad a borbotones; toros bonitos de hechuras, cómodos de cabeza y buenas intenciones; y algún artista salió de chiqueros entre tanta bonhomía. Una corrida confortable, de esas que gustan a las figuras de hoy; arriesgada como todas, claro que sí, y si no que se lo pregunten al torilero, que fue el único que se llevó un susto morrocotudo y una brecha en la cabeza. Sucedió que el hombre se precipitó al cerrar la puerta cuando el toro devuelto se encaminaba a los corrales, el animal decidió volver al ruedo, arrolló al empleado, lo atropelló y lo persiguió por el callejón. Lo que pudo acabar en tragedia quedó, por fortuna, en una herida en la frente.

Ese fue el vértice dramático de un festejo triunfalista en el que hubo momentos de buen toreo con capote y muleta, una gran estocada de Juan Ortega, una escenografía muy estudiada de Ferrera y un desmedido amor propio de Morante, rociado con gotas de su particular tauromaquia. Bueno, también hubo estocadas defectuosas y toros que merecieron mejor suerte, pero…

Antonio Ferrera destacó con la capa y las banderillas y bajó el tono con la muleta; y eso que tuvo el mejor lote en sus manos.

Veroniqueó con templanza a sus dos toros, siempre con la figura arqueada, y se lució por chicuelinas y con el llamado ‘quite de oro’ para sacar al cuarto del caballo. Invitó en este toro a banderillear a sus compañeros de cartel, y como quiera que ambos rechazaron amistosamente la propuesta, Ferrera recordó viejos tiempos y deleitó a los tendidos con tres buenos pares, el último de ellos al quiebro junto a las tablas.

Pero, muleta en mano, el ánimo -el suyo y el de los demás- decayó sorpresivamente. El primero de la tarde era un bendito, un toro de carril, dulce como el almíbar, y el torero -ceremonioso en exceso- anduvo por las ramas más ocupado en la escenografía que en el toreo. Y el animal, que merecía mejor trato, se desesperó, y así se le notó en el semblante, cansado de tanta vana solemnidad.

Y algo parecido le sucedió en el cuarto, codicioso, alegre, con hondura y prontitud en su embestida, al que muleteó sin más en una larga labor falta de hondura.

Lo mejor de Morante es su renovado amor propio, ese afán por no dejarse ganar la pelea, esa persistente insistencia para no perder un muletazo válido. Venía de cortar dos orejas y rabo en Linares, y no era momento para echar por tierra un prestigio tan bien ganado. Fuera por tal razón o no, lo cierto es que se lució a la verónica en su lote, le robó muletazos sueltos y muy estimables al agotado segundo, y buenos naturales al sosón que hizo quinto.

Y el menos afortunado fue Ortega. Su calidad es innegable; toreó a la verónica primorosamente en el recibo al tercero, el más parado y descastado del encierro, y dio nuevas muestras de su excelsa naturalidad ante el sexto, al que mató mal y todo quedó en una sentida ovación.

Lo dicho: una confortable corrida, pero arriesgada como todas, pensará con razón el torilero…

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